lunes, 16 de diciembre de 2013

Mosaico de memorias (fragmento artículo de PUBLIO LÓPEZ MONDÉJAR )

                    Pío Baroja paseando por El Retiro | Nicolas Muller | 1950 

 (...) En España, el reflejo de la fotografía en la literatura fue más tardío y menos profundo. Mientras que en otros países, especialmente en Francia y Estados Unidos, se han conservado miles de daguerrotipos escénicos, resulta desalentadora su ausencia en los archivos públicos y privados españoles. Algo que lamentaba en su día Gustavo Adolfo Bécquer, que no podía entender este general desapego oficial por la fotografía. Aparte de estas alusiones de Bécquer, poco más puede hallarse entre los textos de los escritores españoles del diecinueve; como mucho, alguna rara mención, y como al vuelo, por parte de Pérez Galdós (El audaz, 1871; Recuerdos de Madrid, 1866; Misericordia, 1897), Emilia Pardo Bazán (Un viaje de novios, 1881), José María de Pereda (Pedro Sánchez, 1883), el padre Coloma (Pequeñeces, 1890), Pedro Antonio de Alarcón (Poemas a Daguerre, 1870), un artículo de prensa de Pi y Margall (1859), y algún texto suelto de escritores costumbristas, como Antonio Flores y Mesonero Romanos. Don Benito Pérez Galdós constituye una ilustre excepción. En 1851 terció en la polémica entre los fotógrafos y algunos puristas, que percibían la fotografía como una amenaza para la pintura. “Se asegura que la fotografía está a punto de matar a la pintura —escribió—. No lo creemos. Matará al retrato al óleo, pero el arte permanecerá vivo en sus formas esenciales. Permanecerá mientras en el alma exista un sentimiento”. Entre los escritores del 98 y del 14, el desinterés por la fotografía fue casi general. Unamuno, que en el ámbito de lo teórico se atrevió con todo, no dudó en dar su opinión sobre la “trivialidad de la imagen fotográfica”, y sobre la remota posibilidad de que el lenguaje fotográfico pudiese alguna vez instalarse en las ciudadelas del arte. Para él, unas veces era la fotografía “un arte admirable”, y un minuto después hablaba de la “vulgar fotografía”, que “solo sirve para los parientes del retratado”. Azorín, más que por la fotografía, mostró una apreciable atención por los fotógrafos, por sus viejos y melancólicos estudios. Pío Baroja, que no fue persona que se llevase bien con su imagen, no ocultó nunca su desprecio por la fotografía, un lenguaje que, como el cine, nunca le interesó. “De un aparato mecánico —escribió—, no podrá salir nunca la impresión de una cosa viva”. Gómez de la Serna fue todo lo contrario, aunque hablando de fotografía —y habló mucho—, pocas veces pasó de la finta dialéctica, del relámpago verbal. Quizás sus palabras más hermosas fueron las que dedicó a los retratos abandonados en el Rastro y las librerías de lance: “Estas fotografías tienen más enconada sordidez que otras —escribió—. Son más desconocidas, de muertos completamente perdidos de toda memoria humana. Un sentimiento inconsolable nos clava a estas imágenes, ya que es tremendo su desamparo”. Tuvimos que esperar hasta el ecuador del siglo XX para encontrar estas consideraciones de Josep Pla, sobre el carácter supuestamente artístico de la fotografía. “Arte y oficio son inseparables. Es un error completo creer que el oficio es una actividad puramente pasiva o maquinal, sin intervención alguna de la inteligencia y de la sensibilidad. A mí me parece todo lo contrario”. La fotografía, pensaba Pla, debe suscitar inmediatamente en la gente una propensión a la “afinidad colectiva, a la emoción, a la sorpresa”. Se refería, naturalmente, a la gente del procomún, a las personas sencillas y alejadas de toda pretensión. “Fotografías —insistía—, que nada tienen que ver con lo que se llama hoy fotografía artística, género infecto en este oficio, fotografías inventadas, generalmente trucadas, realizadas a base del golpe pretendidamente genial”. (...)


Artículo completo en la revista Mercurio (La fundación)