Nadie quiso a Lee Miller. Ni Man Ray (a cuyas fotos más famosas puso rostro y a quien inmortalizó con su cámara), ni Roland Penrose, pintor y marido estable (que acabaría engañándola), ni el egocéntrico Pablo Picasso a quien retrató con maestría durante muchos años y con quien se acostó en ocasiones, sin compromisos. El pintor hizo lo propio y la pintó en numerosos lienzos. Ellos y muchos otros pasaron por su carne deshinibida sin llegar a su corazón. Como la estatua que abre paso al otro lado del espejo, el papel que le dio el gran Jean Cocteau en The Blood of a Poet.
Ni nosotros, que no hemos hecho justicia (no a su alma) a su obra. Todos cayeron deslumbrados ante su belleza y su talento, su cuerpo libre, desnudo sin prejuicios, sexual, sin ataduras. No existe un biografía decente de Lee. Algo escribió su hijo, pero eso no basta por razones obvias. En ella todo es extremo. Dentro y fuera. Su historia siempre empieza en este punto. Unida a la carne. Una infancia de mierda, inestable, una violación a los siete atribuida a un amigo de la familia (aunque probablemente fue un tío o su propio padre). Su vagina llena de dicloruro de mercurio. Contra la gonorrea. Ella y su madre desnudas eran el tema favorito de su padre. (...)
Web EL FOTOGRÁFICO
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